Razones
Jorge Fernández Menéndez
La Universidad Nacional Autónoma de México es un microcosmos (ni tan micro), una suerte de laboratorio social de nuestro país: en ella se dan cita lo mejor y lo peor, las contradicciones sociales y las posibilidades enormes de nuestra sociedad; la rigurosidad y la impunidad; los funcionarios y los académicos más talentosos y eficientes y los grillos más nefastos de la política nacional. Con sus 300 mil estudiantes, sus decenas de miles de trabajadores y académicos, en la UNAM hay espacio para todo y para todos.
Que la Universidad Nacional haya sido galardonada con el Premio Príncipe de Asturias, sólo puede llenar de orgullo a la comunidad universitaria y a la sociedad, que realiza un esfuerzo enorme por financiar, mantener, sostener el trabajo de ésa y de todas las universidades públicas. En lo personal no le debo todo, pero sí mucho de lo mejor de mi vida a la Universidad Nacional y siempre estaré en deuda con ella. Por eso mismo me fascina la UNAM de la rigurosidad, de la investigación, de la imaginación política y cultural, de la rebeldía con objetivos, del campus envidiable, de los jóvenes que por esa vía aspiran a labrarse su futuro. Las autoridades, incluido el rector José Narro,representan dignamente mucho de esa universidad.
Pero esa UNAM, que es la que recibió el Príncipe de Asturias, sufre cada vez que se topa con patanes como los que la tuvieron cerrada durante un año y que desde entonces tienen tomado el auditorio Justo Sierra, ahora denominado Che Guevara, para convertirlo, no en un símbolo, legítimo o no, de rebeldía y de búsqueda de nuevos caminos u opciones sino, lisa y llanamente, de suciedad y abandono, que sirve para alimentar a grupos delincuenciales. Son los mismos que mantienen los puestos de vendedores ambulantes y los grupos clientelares, los que se dedican al narcomenudeo en las islas y que castigan a la Universidad y sus integrantes en forma cotidiana.
La Universidad pudo renacer de las cenizas de la huelga de 99 porque dio una muestra de inteligencia y tolerancia, también porque pudo ser firme y deshacerse de algunos de sus enemigos internos. Es verdad: no se puede pretender gobernar a la UNAM como si fuera una ínsula en el país, pero tampoco puede asimilarse como un reflejo de la impunidad. Y, en ocasiones, la autonomía (que debe servir para cultivar la imaginación, la libertad, establecer objetivos propios en todos los terrenos, sin la intromisión de los grupos de poder o del Estado) termina siendo un sinónimo, para esos grupos, de extraterritorialidad que daña la imagen y la operación de la máxima casa de estudios. Si la UNAM es un microcosmos de la sociedad y del país, el abuso en la autonomía y, por ende, de esa suerte de extraterritorialidad, se asemeja al fuero del que gozan quienes han sido electos funcionarios públicos y que protege, no la libertad y el accionar político, sino otorga una suerte de patente de corso para realizar cualquier actividad lícita o ilícita. O a las zonas indígenas regidas por sus usos y costumbres que pasan en tantas ocasiones de una defensa legítima de la identidad a convertirlos en un instrumento de la discriminación y la ilegalidad.
No hay términos absolutos en estos temas y eso es comprensible, pero lo que debe haber son reglas del juego más claras. La UNAM tiene muchos enemigos, dentro y fuera, incluso entre quienes se presentan como sus amigos. Puedo comprender que quizá no se puedan impedir las actividades de las FARC en el campus, pero resulta incomprensible que el Consejo Universitario reivindique la figura de una estudiante que simplemente estaba cometiendo un delito y participando en una organización que el mismo país y el mismo gobierno que ahora le otorga el Premio Príncipe de Asturias, considera un grupo terrorista y ligado al narcotráfico.
La batalla de la Universidad pasa por lograr mantener el nivel de calidad académica que el país requiere de sus universidades públicas. Sólo así podrá seguir siendo el trampolín social que fue y en muchos terrenos continúa siéndolo. Hay quienes quieren masificarla (en el sentido de que pierda uno de sus principales atributos, la fortaleza de sus grupos de estudiantes y académicos de élite) y convertirla en un receptáculo de jóvenes sin trabajo. Hay quienes esperan que la UNAM se debilite para fortalecerla desde opciones académicas privadas de dudosa o nula calidad, hasta escuelas de origen político cuestionable (como la llamada Universidad de la Ciudad de México, una de las menos serias inversiones públicas del lopezobradorismo).
Yo no sé si por la raza puede hablar el espíritu, pero sí que, en una nación multicultural, con un espíritu que transita por demasiados recovecos y en muchas ocasiones es ciclotímico, necesitamos una Universidad Nacional fuerte, inteligente, plural y tolerante, pero que no parezca indolente ni permisiva contra quienes aspiran a destruirla. La Universidad del Premio Príncipe de Asturias se debe imponer a la de los secuestradores del auditorio Che Guevara o Justo Sierra, el nombre es lo de menos.
Luz sin fuerza
Acabo de leer la columna de Germán Dehesa sobre sus penurias con el servicio eléctrico en la capital del país y no deja de ser reconfortante (es una forma de decirlo) saber que somos muchos los que sufrimos de sus deficiencias. Hace algunas semanas mi recibo de luz llegó por más de 23 mil pesos (una cantidad que crece geométricamente cada dos meses) y la única opción ha sido pagarlo para seguir contando con el servicio. El único problema es que el servicio eléctrico se suspende un día sí y el otro también. Y lo hace con golpes de energía que terminan fundiendo todo tipo de equipos eléctricos. No se trata de buena o mala voluntad, que hay de ambas en funcionarios y trabajadores, se trata de asumir que el servicio y la empresa están lejos de las exigencias mínimas de la Ciudad de México.
Que la Universidad Nacional haya sido galardonada sólo puede llenar de orgullo a la comunidad universitaria y a la sociedad.